sábado, 13 de febrero de 2016

Chaia... o: "huelo, luego existo"

Hoy cumple tres años Chaia, nuestra perrita.
Ella es dorada y clara. Cuando se acerca con su andar coqueto, su pelaje semeja las espigas de trigo meciéndose en noviembre al compás de las brisas pamperas; y sus negros ojos, tiernos, bailan y resplandecen, como dos pequeños soles invertidos...
La mejor inspiración de su "mamá humana", apenas la vio en una foto en la que jugaba con sus "hermanitos", le evocó de inmediato una leyenda andina, y así la eligió, y supo cómo se llamaría: Chaia.
No podría haber mejor nombre para ella.

La leyenda, que varía según las regiones, narra la historia de una bella jovencita india, Chaya, que se enamora perdidamente de Pujllay (que en quechua significa "jugar, alegrarse"). En algunos lugares Pujllay aparece como un hijo de españoles, a quien sus padres prohibieron acercarse a Chaya; mientras que en otros es el "príncipe" de la tribu, un joven divertido, pícaro y mujeriego.
Pujllay no hace lugar al amor de Chaya; y ella, al comprobar que su pasión no es correspondida, desconsolada se interna a llorar la inmensa pena en los brazos de su otro amor: las montañas... Y caminó tanto, llegó tan alto con su llanto vagabundo, que finalmente se convirtió en nube, y sus amorosas lágrimas se transmutaron en "fina lluvia".
A partir de allí todos los años, en coincidencia con las fechas del carnaval, se hace presente, del brazo de Quilla, la luna.
Mientras tanto Pujllay, cuando supo que era el culpable del dolor de la joven indiecita, sintió remordimiento y la buscó por toda la montaña, infructuosamente. Al enterarse que ella "había regresado" con la luna de febrero, volvió él también a la tribu para encontrarla... Pero fue inútil.
Instigado e incitado por la gente, se entregó al baile y la chicha, y embriagado en exceso al tercer día finalmente muere.
Esta leyenda, al mismo tiempo que simboliza la renovación del ciclo de lluvias, que riega los valles, favoreciendo las cosechas y trayendo abundancia; introduce el amor, el dolor, la picardia y hasta la historia, dando un sustrato distinto y único al universal desborde de esta fiesta. El pueblo agradece a Chaya, y recibe a Pujllay, encarnado por un muñeco que año tras año vive esos tres días entre la algarabía de los circunstantes, y repite su búsqueda con profunda desesperación.
El resultado es siempre es el mismo: Pujllay finalmente cae derrotado por la chicha, y lo sorprende la muerte; entonces el pueblo lo entierra o lo quema, según las regiones. Punto final de éste tradicional acontecer.
Hasta acá el mito de Chaya, que singulariza al "carnaval" del norte argentino, cuya descripción sólo busca dar una idea de la tradición que está en el origen del nombre; y de ninguna manera es un intento de "interpretarlo" o analizarlo en profundidad.

Volvamos a Chaia.
Para el nombre de nuestra perrita cambiamos ligeramente la grafía, intentando endulzar su sonoridad, y también despegar el vocablo de otros significados, todos vinculados a este mito.
La voz original quechua, Ch'aya, quiere decir, literalmente: "agua de rocío"... Esa nube tierna en que se transformó la indiecita atravesada por la pasión, no es cualquier nube: es una nube de "fina lluvia".
Quien conoce el Norte Argentino, y los Andes en general, sabe que en esas latitudes el rocío no es igual al de otras regiones... Las nubes que forma, sobre todo en las zonas de yungas, sobre los lagos y en los mallines o valles de altura, son algo muy especial... Compañeras del amanecer, le dan extraña vida con su corazón blanco, casi de algodón, y sus bordes que se desvanecen de manera singular, como esmerilados. Por momentos vagan tranquilas, previsibles, como desperezándose; por momentos se deslizan errantes entre las montañas, como sorprendidas y alertas. Algunas veces abrazan con suavidad al cerro por su cintura, en rara cueca; otras cubren el valle, adormiladas en una siesta que asoma como interminable...
Y cuando parece que arraigaron, que se van a quedar por siempre... se disipan como un espejismo, se esfuman, desaparecen.
Pero permanecen... Sí, permanecen en el concierto de los perfumes nuevos que convocaron en el aire; en los brillos temblequeantes de las gotas, que nos guiñan desde las hojas reverdecidas; en la profundidad ahora calma y firme de los pastizales; en las raíces de todo... incluyendo las de nuestro asombro.

Esa es Chaia: esa nubecita errante, dueña del rocío y fina en la lluvia; mimosa a veces, esquiva otras, pero siempre dispuesta a la alegría...
Hablar de Chaia me resulta grato y raro al mismo tiempo, incómodo; y hoy, en éste día, escribir sobre ella es como a pasar de una leyenda a un misterio, de la incomodidad al asombro: el que rodea a su presencia en nuestra casa desde hace tres años.
Es que Chaia ha llenado nuestra existencia con preguntas nuevas, con sensaciones y sentimientos desconocidos hasta antes de su presencia.

Hace un tiempo escribí:

¿Cuántas orejas tiene Chaia?...
Dos, cuando duerme y se desparraman sobre su cuchita, silenciosas...
Claramente dos, cuando está comiendo y las acomoda al costado de su plato, como dos manitas que tratan de evitar, infructuosamente, que se derrame su festín.
Dos cuando la alerta algún sonido, y entonces ellas se elevan, un poco, apuntando al sitio del asombro, como haciendo un tunelcito en el aire hacia allá...
También dos cuando sacude y sacude sus juguetes, y va aplaudiendo con ellas sus victoriosos movimientos.
Pero... son centenares, ¡miles!, cuando corre a saludarme, y se desparrama de orejas, cosquillea al patio con ellas, las que como gaviotas chispeantes se desprenden alboratadas de su andar alegre.

Podría agregar: ¿cuántas colas tiene Chaia?... Siendo que van desde ninguna, cuando se asusta y la hace literalmente desaparecer entre sus patitas traseras; hasta millares, cuando, haciendo un remolino, juega con algún trapo o nos trae los objetos que le arrojamos; o cuando haciendo un abanico de colas nos recibe después de algún período de ausencia, o saluda a los visitantes que ya conoce...
Y así: ¿cuántas narices, cuántas patas?... Por fin: ¿cuántos corazones?...

También escribí, en otro momento:

Yo no sabía, que se podía dialogar con los duendes del aire con sólo menear la nariz… y ya no estar sólo… Convocar así, quizás, a esos aromas del rocío, esos rumores perfumados del amanecer andino, y estarnos con ella en algún remoto comienzo...
Ni que los giros sobre uno mismo, las rondas cerradas, las vueltas en el mismo sitio, podían hacer nido de la nada: pequeños cuchitriles, cálidos aún en la destemplanza, o en la perturbación… Como esa nube, como ella nube, que nos alienta a escalar frente al desasosiego, con su cola al viento, al tiempo...
O que el mirar de amor también se puede construir con esquivos y sutiles pestañeos, con esos pequeños latidos de cejitas casi inexistentes: que sueltan mariposas que se te meten por las sienes y te liban, panchas… Sabiduría del desengaño, del desamor, que aprende del vagabundear a regresar, más allá de llanto o no llanto, más allá del infinito efímero de la celebración, en un rocío invicto que de amor va renaciendo...
(...)

Chaia cumple tres años hoy, el mismo día en que este año finaliza el "carnaval"...


Seguramente alguien pensará que es inútil, o loco, pero me acerqué, le agarré su cabecita y le dije: "¡Chaia!...¡feliz cumpleaños!"... Ella jadeó un par de veces; reteniendo el aliento me miró fijamente, en varios tiempos, en varios brillos; se acercó más, me olió un beso; y soltándose con suavidad de mis manos finalmente se alejó, meneando todas sus colas...


Junín, 9 de febrero de 2016

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