Una mañana, lo recuerdo, estuve sentado en la rampa de acceso a la cabaña, aprovechando el sol tibio que se entrometía entre las ramas de los pehuenes... Tomando mate, estuve, como tantas veces, repasando el aroma del bosque que me envolvía y que trataba de apresar con mi limitado olfato de humano, lo recuerdo...
Atrás y a los costados: "el barrio".
No podía dejar de pensar en cómo todo eso había cambiado desde que empezamos a construir nuestra casa... En aquellos tiempos, desde el deck trasero veíamos completamente, sin ningún obstáculo, el lago y las montañas, veíamos desde la "puerta de Trolope" hasta el "Cajón Chico"... Luego (rememoraba) empezaron a construir sus casas nuestros vecinos: Silvio, los amigos de Mar del Plata, Liliana y Marcelo... Y ahora desde "el deck" apenas si vemos partes del lago, las construcciones se multiplicaron y a algunos vecinos... ¡ni siquiera los conozco!...
Pero aún así, poblado, el barrio tiene un silencio sin par, silencio que resalta el correr del agua del pequeño arroyo que, al otro lado de la calle, discurre alborotado hacia el Río Agrio, y bajo cuya música inquieta danza la "pluma" del volcán, fogón de los dioses, desplegando su loca coreografía de gases y cenizas en ese azul diferente que sólo tiene el cielo cordillerano.
Mientras pensaba esto, alguien se acercaba, cuesta abajo, desde el pueblo, con andar cansino... Era indudable que también había notado mi presencia; y ya nos cruzábamos las miradas, ahora hechas un sólo hilo, flojo, que iba como "midiendo" la distancia que aún nos separaba -lo que anunciaba, sin dudas, un encuentro...
La paisana, curiosamente abrigada, con su sombrero exagerado y bello, toda-estación, se paró enfrente mío, y me saludó con no se qué silencios, a lo que respondí con no se qué balbuceos...
Luego de un rato de sonreir ambos, me ofreció unas medias que ella había tejido. Lo hizo un poco con los ojos, otro poco agitándolas, como si de bailar una chacarera se tratara... Le dije que no necesitaba medias, y le convidé unos amargos que aceptó dulcemente...
Compartimos ese rato, ese sol; ese aroma de los pehuenes, las exhalaciones danzarinas del volcán; esos mates...
Hay una dimensión del diálogo que sólo pude tocar en aquella oportunidad.
En el gesto de sus ojos las palabras se anunciaban, y tras él iban viniendo, calmas; de tal modo que cuando se posaban en su boca yo ya las había oído... Sólo era un trámite, digamos, burocrático, escucharlas; por eso, justo antes de empezar a proferirlas ella miraba hacia otro lado... Y en esa dirección, la de su mirar, como si de una "puntuación" se tratara, siempre había algo que ampliaba sus dichos, los explicaba; ella los especificaba con su mirar...
En parte se trataba de una extraña ostensibilidad, quizás en parte un poco de timidez; pero para nada abandono de la conversación... Es que el plano de la conversación era el paisaje, no nuestras mentes... Y no era que lo que decíamos tratara del paisaje, sino que en él había algo que atravesada lo que decíamos, nos atravesaba y extendía nuestra conciencia, la exparcía...
Estábamos ahí, pero ¿dónde estábamos?...
Hay cosas que no se pueden decir sólo diciendo... Tenemos una sobrevaloración del lenguaje explícito, que sobreviene de años y años de una experiencia que, curiosamente, de modo muy frecuente nos lleva al grito...
El grito sólo es fecundo cuando es solitario, debería estar reservado al horror de sabernos sólos, de golpear la reja de la lengua para que se nos abra a alguna experiencia nueva, el amor, la amistad...
Quizás también el grito sea fecundo cuando es letra, letra desgarrada por el dolor innecesario, por la desidia o el destrato... gritona literalidad de la rebeldia...
Por momentos tuve la certeza de que el único "tono" que conviene a un intercambio humano verdadero, era el de este encuentro, el de mi cita con ésta alma amiga: el de la rítmica alternancia de un ajustado y generoso silencio con el caer de algunas palabras precisas, que golpeaban el piso de nuestro encuentro con pequeñas campanadas de despertar...